Cruzar la puerta de un aeropuerto hace que entres en un espacio donde miles de pequeños universos conviven pacíficamente, donde cada persona representa su propio mundo y lo desplaza a otro lugar con poco más que una maleta y lo puesto.
Mi curiosidad me hace imaginar qué se esconde detrás de cada abrazo o lágrima que veo que se lleva a cabo en esos encuentros. Ver a una pareja fundirse en un efusivo beso me lleva a pensar que hace semanas e incluso meses que no se ven y que lo necesitaban, que la continuidad se marca así, con esperas y llegadas del uno y el otro.
Una señora de mediana edad no deja de mirar cómo el que supongo que es su hijo pasa el correspondiente control para embarcar en los próximos minutos. Tiene un diálogo interno que recopila los años de existencia del mismo y sobre los que se cuenta a sí misma lo rápido que ha pasado el tiempo, lo adulto que se ha hecho y aun así, lo indefenso que le ve.
Los aeropuertos están llenos de pequeñas y grandes historias efímeras que van y vienen de un lugar hacia otro y que, por norma general, no suponen el principal escenario que las alberga pero sí marcan un antes y un después.
Un viaje que va a suponer un cambio de residencia, el cierre de un contrato de cifras vertiginosas, la respuesta de si merece la pena o no cada día que pasa a su lado, la celebración de tu merecido fin de carrera...Son algunas de las cientos de posibilidades que albergan y que se reciclan de manera continua con cada vuelo que aterriza o despega.
La huella invisible de cada uno de los que transitan y llenan espacios de nadie y de todos, por siempre y nunca jamás, no son más que historias humanas que confluyen de forma paralela en una puerta de embarque, en una cafetería, o en el asiento que está a la espera de la próxima persona a la que acomodar.