Desde hace algunos días en España parece que hay vida. Hace ya tiempo que las personas se encontraban en un estado a medio camino entre el sueño y el limbo, alejados de la realidad y sin capacidad alguna de reacción.
Parece que algo está cambiando y que la gente se ha despertado. La población se ha cansado de ser sumisas y obedientes y da la impresión de que hasta tienen interés en que se les escuche o por lo menos hacen por que se les oiga.
Pertenezco a esa generación en la que un título universitario no es suficiente para optar a un trabajo. Yo formo parte de ese escalafón social al que el Fondo Monetario Internacional (FMI) ya se ha atrevido a casi bautizar como “generación perdida”. Me encuentro entre el deseo de un ni-ni, es decir, no tener trabajo y vivir con tus padres, y la frustración de todo aquel que no se considere de tal forma. ¿Cuántos motivos más se pueden necesitar?
Resulta incomprensible ver cómo una sociedad que soporta la escalofriante cifra de cinco millones de parados y se muestra, en un alto porcentaje, descontenta con el gobierno que les dirige, no se haya lanzado a las calles en ninguna ocasión hasta este momento.
No comprendo por qué todos nos quejamos de nuestra situación y nadie ha creído conveniente el comenzar a hacer algo hasta ahora. Habrá quien esté ya buscando a qué formación política se aproxima este movimiento, pero sea cual sea su referente, es la primera vez, desde que España es democrática y vive su peor crisis, que la población se moviliza por la situación que se vive.
Las elecciones se encuentran a la vuelta de la esquina y muchos municipios ya han revalidado su cargo sin ser necesario el dirigirse a las urnas. No hay mucho que poder hacer para que a las fechas que estamos los políticos tiemblen de cara a su gran noche.
Sólo habrá que esperar a que pase ese momento -el 22 de mayo- para poder comprobar si las concentraciones pacíficas son de verdad la voz del pueblo o, por lo contrario, han supuesto un sueño en este país adormecido.