Miraba hacia el frente con el rostro serio mientras jugaba con sus propios dedos y asimilaba lo que le acababa de preguntar. El ir y venir de las olas era lo único que se escucha mientras se respondía a sí mismo con un “sí, tanto tiempo ha pasado” y rebuscaba en su memoria para seleccionar aquello que más le había marcado.
Fue entonces cuando rió con desgana y comprobó que era capaz de retomar cada escena vivida con la misma intensidad que entonces, que los momentos no los midieron nunca con segundos o minutos y por ello, quizás, no se había parado a pensar que ya hacía de aquello tanto tiempo.
Sabía que desde entonces, cada persona hallada había creado un escenario diferente al anterior, irrepetible y sin marcha atrás. Sabía que siempre era -y es- distinto a lo que hasta hoy mismo ha vivido. Sabía que, a pesar de ser siempre diferente, nunca más se había detenido el reloj.
Hubiera querido decirle las cosas más bonitas que su boca jamás habría pronunciado. Hacerle sentir que le tocaba con la mirada o que le esperaba en cada línea que escribía más que en algún lugar al que ir a recogerle.
Los amaneceres no eran para dormir, sino para contemplarlos y los cafés no se bebían, se consumían por no dejar de hablar. El aire no estaba compuesto de partículas invisibles a los ojos, sino de preguntas al azar y sus sombras no eran proyecciones de sus cuerpos, sino figuras vivas a las que el silencio invitaba a contemplar. Eran todo y nada, lo eterno de la mano de lo efímero, el final escrito y una página sin empezar.
La brisa fresca hizo que nos levantásemos, que nos fuéramos de aquel lugar con la mente perdida en los retales del pasado. Ese aire de marzo que, aunque resultaba molesto y se colaba por cada rincón que dejaba entrever la ropa, no le supuso impedimento para pensar que era cierto que hacía tiempo que terminó, pero a día de hoy, aún no le había visto marchar. El reloj todavía marca las dos.