Las 16: 04 horas. Tengo el tiempo justo para coger el próximo tren, el que sale a las 16:10 desde la parada de Málaga centro para hacer mi recorrido diario de veinte minutos. Ni más ni menos. Veinte.
Me monto en el vagón. No tengo especial preferencia por ninguno, no soy persona de números o colores favoritos, pero siempre suele ser uno de los primeros que encabeza su viaje o de los últimos que acaban de llegar.
A pesar de la lucha por desestacionalizar mi querida, o no tanto, Costa del Sol -esto también depende de algo, de cómo tengo el día en el que me levanto en cuestión- el tren no va lleno de visitantes, ni mucho menos. Es enero, y los privilegiados trabajadores y algún que otro turista son los únicos que lo cogen. Aun así, lleno o vacío, hay un silencio abrumador impropio de mi sociedad.
La mayoría de los usuarios del cercanías van con la cabezas agachadas mientras miran sus teléfonos de última generación y teclean sin cesar, sin dar tregua ni un momento a sus habilidosos dedos. Nadie habla, apenas hay gente que disfruta de un libro o mira hacia el exterior.
De repente, la risa de un bebé irrumpe ese silencio. Es un niño que juega con su madre. Un niño que sin saberlo se ha convertido en el protagonista del vagón en el que viaja y todas las miradas se centran en él. Hasta aquellos que amortizan hasta la saciedad la tarifa que pagan por llevar internet en su móvil, y utilizan aplicaciones que permiten comunicarse de forma gratuita, han levantado la mirada y dibujan en sus rostros una medio sonrisa al verle.
Al fondo se escucha hablar con un tono elevado a un matrimonio mayor. Titubean sobre dónde sentarse, incluso discuten por no mirar un poco más, por si hay dos asientos juntos, pero finalmente lo hacen por separado. Ella, vestida con una falda de tres cuartos, una rebeca gruesa y un sinfín de vírgenes y cristos que le caen sobre el pecho, mira fijamente a la chica que hay enfrente suya.
Se trata de una joven, que ha juzgar por sus inequívocos rasgos, es china. Lleva el pelo liso, un liso que envidiarían miles de occidentales, los ojos llamativamente pintados con tonos verdosos y mastica un chicle mientras mira la pantalla de su teléfono.
No sé que piensa la señora que acaba de sentarse entre suspiros y quejidos. Quizás que va demasiado pintada, a lo mejor, que hay un mundo entre una y otra, o que le gustaría entender qué tendrá eso que maneja entre sus manos y que le hace estar tan concentrada. No tengo tiempo para formular nuevas hipótesis, el tren ha llegado a mi parada y mi estómago no perdona.